María Cristina
Ogalde
Talcahuano es una ciudad con historia, rica en personajes
mágicos y lugares ancestrales. Hoy
rescatemos de la memoria colectiva la presencia de: “el Pancho loco”. Quien que
no sea “chorero”, no lo vio por las calles de Talcahuano en los años sesenta
con su atado de diarios amarrados por una correa sujetándolos a un costado, su
figura un poco encorvada por el peso de las noticias cargadas en su cadera o
por años vividos que ya eran muchos. Recuerdo que en su rostro desgreñado tenía
un ojo de color y un ojo emblanquecido (bien poco veía el hombre), el cual
inspiraba mucho temor a los niños, después adulta comprendí que su ojo blanco
era una nube que opacaba su visión. Con todo esto lo que más impresionaba de
este personaje, chorero cien por ciento, era su alucinante vozarrón con que
anunciaba los diarios y peleaba con los niños que lo molestaban. Seguramente
era dueño de una gran hiperkinesia, que infundía mayor terror a los niños,
todos arrancábamos cuando llegaba el “Pancho Loco” al barrio. Tanto en el
centro como en los cerros, en el Arenal o en Gaete, en el Morro o por el
malecón. Los chicos más audaces osaban molestarlo lo que desataba sus iras,
carreras iban, carreras venían, arrancando del “Pancho Loco”. A veces llevaba
un palo en su mano, tal vez para apoyar su figura encorvada, que aparentemente
no medía más de un metro cincuenta y cuatro pero que desde la pequeñez de mi
infancia, lo veía enorme y aterrador, ágil, capaz de alcanzarme hasta el propio
patio de mi casa en la calle Infiernillo que después pasó a llamarse Juan de la
Cruz Tapia, frente a la laguna y a la cancha Macera, verdadero tierral que
quitaba rapidez a mis piernas infantiles. Con el correr del tiempo, mi niñez se
fue pasando en el Liceo Fiscal tuve una amiga muy querida y por ahí por el
tercer año fui a su casa en la Población Morgado, a pedirle unas tareas, y
tamaña sorpresa me llevé pues quien me abrió la puerta era el mismísimo “Pancho
loco”, con pantuflas, no tenía los diarios cargando al costado ni el palo en la
mano pero con el mismo e inconfundible vozarrón me preguntó a quién buscaba: me
quedé muda, mis neuronas juveniles estaban procesando la imagen que recibía, no
sabía si salir arrancando o responder la pregunta, después del primer instante,
con un dejo de admiración respondí.
Mientras iban a buscar a mi amiga, pude comprender que “el Pancho loco”, era
una persona, tenía una vida, una familia y un trabajo que desempeñó muy bien.
Aún están en mi retina las dos imágenes, el vendedor de diarios y el dueño de
casa, abuelo de mi amiga.